El océano de cristal

Una mañana de resaca, despertó al lado de una sensual chica que había conocido horas antes en una fiesta. Creía que su cabeza iba a estallar de un momento a otro, pero aún así sabía que tenía que poner fin a esa armadura tejida sobre su piel y que le apretaba cada vez más. Se despidió de ella con un suave beso en la mejilla, se puso los pantalones y salió al balcón para dejarse acunar por el frío de la mañana. Allí mismo decidió su viaje.
Horas después se encontraba en el puerto en busca de su yate. Sabía que no tenía un rumbo fijo y que el depósito de combustible estaba casi a la mitad, pero nada de eso importaba. Todo fue bien durante tres días, navegando siempre al sur, sin importar nada dónde estuviera. El cuarto día, una pequeña explosión en las bodegas lo sacó de su sueño: el motor se había parado por falta de combustible. Y sin pensarlo dos veces, echó al agua una pequeña barca y se alejó del yate a golpe de remo.
Se sentía libre, muerto y a la vez más vivo que nunca. Y ya no tenía más comida. El cigarrillo a medio consumir le marcaba los segundos que le quedaba de vida. Con tranquilidad, apuró una última calada, se ató varios plomos de buceo al cuello y se dejó caer hacia el fondo del océano.
Mientras se hundía, logró distinguir otra balsa que se acercaba rápidamente a la suya, y otra figura se hundió en el agua con plomo en el cuello. No pudo hacer nada para salvarla.