Arcoiris

Hace demasiado poco nadie podría entender lo que pasaba por mi mente: en un rincón oscuro se encontraba un niño. Desnudo e indefenso, lloraba día y noche por no encontrar un camino empedrado de horas, minutos y segundos, porque entendía que el final se encontraba justo ahí, en aquel castillo de cuento que nunca había visto y que sentía cada vez más distante. La habitación cada vez se hacía más pequeña con cada lágrima del niño, que veía cómo uno a uno se iban marchando el resto hacia una luz que sólo podía ver a través de sombras proyectadas en el fondo de la habitación y que le mostraban un mundo irreal, tan irreal que no podía ser verdad.
En realidad, todo ocurrió muy deprisa, como si fuera justo el momento en que debiera pasar, como si ese momento se hubiera estado reservando para una sorpresa mayor en el fin de la fiesta. Una mañana vio cómo de la nada surgían unos ojos, unos ojos que le atravesaban mucho más allá de lo que nadie hubiera hecho jamás. Y sintió miedo. Miedo a lo desconocido, miedo porque ya no se fiaba de nadie, miedo porque las miradas no podían expresar aquello que buscaba en rostros desconocidos que deambulaban inertes por la calle. Pero esos ojos no dejaban de mirarle, con una ternura que hubiera roto cualquier piedra por pesada que fuese. Y de pronto, dejó de llorar. Fue ese momento en el que entendió que las lágrimas sólo sirven para ahogarse, que la inmovilidad que sentía en sus cadenas era sólo el reflejo de sombras de la realidad, y como sombras que eran, se podían atravesar.